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Homenaje a Luisa, fallecida a causa de suicidio en 1991


Mi madre, como yo la conocí, era una persona triste y solitaria, que no ocultaba sus pensamientos suicidas en el entorno familiar, aunque cuidaba las apariencias para el afuera. Sin embargo, no siempre fue así. Sus hermanas, que vivieron con ella hasta sus 18 años, cuentan que era una chica alegre, optimista y decidida, la más aventurera de la familia, la única que se animó a dejar su pequeño pueblo en España y cruzar el océano en busca de una vida mejor.


¿Qué pasó con ella? ¿Cómo esa joven emprendedora se transformó en poco tiempo en una mujer taciturna y desesperanzada?

En las fotos más viejas que tengo, que son las de su casamiento, ya tiene ese gesto adusto que la acompañaría el resto de su vida. Tal vez extrañaba su tierra o a sus seres queridos. Tal vez su matrimonio con un hombre apuesto, galante y seductor no resultó como ella esperaba, en especial desde que ese hombre, mi padre, comenzó a mostrarse mujeriego, autoritario y violento. Tal vez los mandatos rígidos de su crianza pueblerina en España no le permitieron imaginar alternativas. Un poco de todo eso repetía en sus largas letanías matutinas. Mi abuelo le enseñó el “valor del sacrificio”, eso lo repetía a diario y lo mostraba con el ejemplo, pero nadie le enseñó a disfrutar. Solo trabajaba, rezaba y lloraba. Esa era su vida. Aprendí de ella rectitud y honestidad, también a reconocer que el esfuerzo rinde frutos. Pero tuve que aprender por mi cuenta el equilibrio, que la vida no puede ser todo esfuerzo y sacrificio, que escuchar nuestros anhelos profundos es importante para mantenernos con vida. Ella no pudo aprenderlo.


Mi infancia fue difícil, no por la depresión de mi madre sino por la violencia de mi padre. Pero me puedo llamar afortunado porque conocí esa sensación tan reconfortante de sentirse amado. Mi mamá fue la única persona que me amó en forma incondicional. Vivió, literalmente, para mí y para mis hermanos. Éramos su única razón para existir. Estoy seguro de que cuando se fue no imaginó el daño que nos estaba causando; pensó que estaríamos mejor sin ella, a menudo lo decía. Pero no resultó así: perderla fue como perder una parte de mí mismo. Desde su ausencia conocí el sinsentido y la ideación suicida. Por fortuna pude aprender por mi cuenta otro recurso que ella tampoco supo enseñarme: que el sentido de la vida se construye en relación con otras personas, que no sirve aislarnos y disimular nuestra angustia, que hablar en un ambiente contenedor sana. Es por ella y también en agradecimiento a quienes me brindaron escucha y contención cuando las necesité, que desde hace más de 10 años me dedico activamente a la prevención del suicidio desde la escucha activa.


Durante mucho tiempo estuve enojado con mi madre por haberme abandonado. Conocer el infierno en el que ella vivió me sirvió para entender, aunque no a justificar su decisión. Con el tiempo comprendí que no me abandonó, que la llevo adentro mío, que camino a su lado y que me guía. Somos como dos personas viviendo en un mismo cuerpo. Vivo por mí, vivo por ella y amo la vida.

 


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