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Madre... esa mujer...


Madre... esa mujer. Duelo por suicidio

Pasaron años hasta que mis manos prendidas al teclado me permitieron escribirle a esa mujer siempre sonriente en sus batones de colores, algunos desgastados por los tiempos, que usaba feliz en su cuerpo medio bajo, de caderas anchas; a esa mujer incansable para sus tareas cotidianas, a esa cocinera excelente, a la referente del pueblo como la mejor repostera de la época, a esa mujer que pelaba duraznos en un fuentón acompañando a su compañero de toda la vida (en silencio) mientras en la radio sonaba el relator de un partido de River, a esa mujer que nada entendía de fútbol pero que mucho sabía del amor y de oficiar de compañía; a esa mujer que dejaba sus ocupaciones por compartir un momento cerca de su nieto, a esa mujer que admiro, a esa mujer que me imprimió recetas que intento poner en práctica pero suelen resultar fallidas; a esa mujer que el tiempo me resultó escaso para conocer, a esa mujer que me bancó las chifladuras de joven malcriada, o mal aprendida, que me amó sin demandas; a esa mujer que me dijo adiós de la forma menos pensada, porque para esa mujer la vida era una fiesta, pero que desde hacía un tiempo se había desencontrado de las risas. A esa mujer que sin pretenderlo estampó unas magulladuras sobre mi cuerpo difíciles de curar o de alivianar porque las “culpas” azotaban, porque todo era borroso, todo había cambiado en una mañana de septiembre justo en el mes de sus flores.


Porque les cuento que esa mujer ostentaba uno de los jardines más bellos del pueblo donde sus margaritas competían gallardas entreveradas con las rosas y las madreselvas que con algunas glicinas caían majestuosas de la historia de esa mujer que se perdió entre los laberintos sin encontrar la salida. A esa mujer que me faltó el tiempo para conocer, a esa mujer que amé, a esa mujer que se fue con el beso de la despedida de las buenas noches, a esa mujer que seguro guardó en su bolsillo el papelito que olvidó dejar sobre la mesa, a esa mujer que sigue presente en cada segundo de mi vida, a esa mujer que me fortalece cada día, que me permite escribir la presentación del tema que trataré a continuación, el que calle por años, el que todavía resiste salir a la comunidad, pero entiendo que puedo acompañar para que otros alivianen sus cargas .


Pertenezco como tantos otros a familiares de suicidas, de los que mi doctor especialmente cuida porque dice que “los cuidados a las alertas amarillas deben estar más agudizadas en nuestras vidas”, al que agradezco por su compromiso para conmigo ante esta historia de vida que me alcanza.


Rosa Luna

 


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